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domingo, 14 de diciembre de 2014



23 de diciembre

Los ladridos de los perros llenan
el silencio mejor que las palabras.
Subrayan la apariencia de los sueños,
guían con su áspera tonalidad
las mórbidas entrañas del día que bosteza.

Me es extraña la forma en que muerden
insaciablemente su curva primeriza,
cómo ponen acentos y tildes a la sangre
palpitante en cada lecho anónimo que despierta.
La luz, a veces, se torna impía
y cruel.
Deja moteados de cólera los edificios,
la torre de la iglesia, el parque,
las calles aún desiertas, el hueco que la boca
abrió en nuestra sed.
Viejos y estrechos, los sonidos del día
parecen eternos. Parecen erguidos
en los flecos de la noche como engañosos
goznes de luz, como templos indecisos
que se alzaron encerrándonos,
como fauces pusilánimes que quisieran
apartarnos del camino,
y que en su perfidia nos atenazan
la voz.

Maldita sea.
Las manos se van perdiendo en la línea
absurda del horizonte,
en la marca que divide el condenado
y el verdugo, la estela de sus cuerpos,
allá donde los deseos siempre se rompen
en pedazos.
Amanece,
y las horas nos confinan otra vez,
deteniéndonos, estirando sus huellas
impolutas sobre el cansancio.
Este romperse el aire, de una forma
distinta, porque el mundo cambia
para mal, yendo a páramos absurdos
donde la luz se cae gota a gota
destilando el dolor de bruces.

Ya nada significa lo que antes,
esas nubes que se apiñan tiranas
sobre el sol, arrastrando consigo
la claridad,
como los brazos sujetan mentiras,
auspicios futuros de hiedra desgastada,
penas de bocas que nombraron,
como aviones de papel en manos de los niños,
palabras baldías
que hoy toca plegar.

[Clepsidra de invierno, Torremozas, 2013)